Cuando Graciela Licciardi tuvo la Génesis de esta obra, pensó en otro titulo que desechó muy pronto: «El sin nombre». Luego, Jorge Luis Estrella con su maestría y su destreza en la dramaturgia, enriqueció el texto en cuanto a tensión teatral y el título cambió. «Te prohíbo llorar» emerge del propio texto y la propia trama argumental.
«Tiene connotaciones de omnipotencia e impotencia a la vez», dice la autora; pero es así como transcurre este monólogo cuyos pliegues, por momentos luminosos y poéticos y otros sombríos, inciertos, inquietantes comprometen al espectador en una singular aventura: penetrar en el laberinto del alma humana que cuando habita un cuerpo de mujer no escatima los miedos, las honduras, la incertidumbre, la ternura, la intriga,el misterio y el coraje. Todos esos atributos necesita esta mujer sin nombre ni estado civil evidente, que le habla a un embrión que late en su seno. Viene de una derrota sentimental, de una mala experiencia de pareja, de soportar el dolor de un hijo enfermo que su padre ignora y detesta a la vez. Viene también del máximo dolor de sufrir su muerte después de haberlo cuidado y amado de forma superlativa. En suma, viene de una separación traumática y de la peor prueba vital. Entonces se enfurece con este disímil proyecto de hijo; piensa que va a entorpecer esta nueva relación que la ilusiona, que la catapulta hacia una nueva vida, que le da indicios concretos de esperanza.
Gracias a la destreza interpretativa de Mirta Vidazo, a la excelente selección de música fractal realizada por María Isabel Cané, quien también se luce con la certera dirección de la obra, el espectador navegará en dudosas aguas. ¿Ama o no ama la protagonista sin nombre a ese nuevo hijo al que insulta, acusa, explica, ultraja, y dialoga con él en ciertos momentos con infinita ternura? Esta ambivalencia nos introduce en la incoherencia interior de una mujer dolida y sola que también sola debe tomar una decisión. Las focalizaciones diversas, la predilección por las ideas encarnadas, los indicios concretados en distintos cambios de estados de ánimo del personaje, nos presentan a los autores como avezados buceadores que saben hallar las coordenadas para que este monólogo duro, fuerte, descarnado, a pesar de la desolación transitoria que genera, pueda llevar al espectador a aceptar ese final abierto que dice y no dice; que no dice pero advierte; que subyace pero, en definitiva deja librado al público el final, al mejor estilo Ionesco.
«Quisiera destacar que esta es mi primera obra de teatro; mi primera puesta en escena de una obra de teatro y que cuando me pienso acompañada en su elaboración y la veo representada, dirigida con talento y aceptada por el público, tengo una hermosa sensación: me siento muy feliz ante una experiencia por la que no pasé antes y la comparto con amigos. Y le doy Gracias a Dios», declara Graciela Licciardi. Y nosotros sabemos que podemos escuchar la entonación de diversas voces, a partir de esta propuesta singular.