Juntaba montoncitos pequeños de hojas secas, papeles tirados, restos de residuos que hubieran quedado sin recolectar. Los montoncitos puestos en hilera, aquí o allá para que se escurrieran para luego juntarlos todos y depositarlos en la bolsa del carrito que transportaba, serenamente, de una cuadra a la otra hasta completar el radio que le correspondía.
Cada día era lo mismo. Limpiaba con dedicación a lo largo del cordón de la vereda, de esquina a esquina. El cepillo iba y venía como si al barrer pudiera correr todo lo adverso que le sucedía personalmente.
Vivía solo, en una habitación donde se le enredaban los sueños de una vida mejor; recostado en la cama pensaba en la exasperante realidad, quería progresar, conocer a alguien con quien poder relacionarse, encontrarle sentido a las cosas.
A Miguel le gustaba escribir y lo hacía siempre en la noche. Escribo arrebujado en la piel del mundo, escribo sobre el deseo de vivir más intenso, sobre la verdadera edad a la que se llega cuando se cae en alguna trampa romántica. El ritmo de las frases me envuelve, es un buen indicio.
Escribía con fruición, corriendo tras el último aliento, contra la mansedumbre que lo escupía a la letanía de los días, a la pesadilla del agua podrida en los cordones, a la crueldad del verano, a la tristeza helada del invierno. Los sueños tenían una inconsolable brevedad.
Empezaba el trabajo tempranito, cuando la gran mayoría estaba durmiendo. Era muy poca la gente que conocía de la cuadra que le tocaba limpiar. Había visto al hombre vestido siempre de traje y corbata que iba al garage a buscar el coche y lo saludaba seriamente y con respeto; también a la señora gorda y siempre transpirada de la casa de glicinas que baldeaba la vereda, en los día de sol, en los nublados y aún en los lluviosos; al calvo del taller mecánico metido en el overol haciendo nada la mayoría de las veces; a un par de hermanitos con guardapolvos blancos; al viejito que sólo en verano salía a la puerta y se sentaba en la mecedora a observar el leve movimiento de la calle y de los jilgueros y corbatitas enjaulados a los que colgaba de los clavos incrustados en el paraíso.
Eran siempre los mismos personajes coincidiendo en el horario; el paisaje obligado de todos los días.
Una mañana, siempre tiene que haber un momento en que ocurre algo que no sea casual, vio una camión de mudanza; hombres que entraban y salían transportando muebles, como era de esperar en casos como este, de la casa de frente de mármol negro y cuando quedó limpiando a la altura de la casa vio una pequeña porción de patio con macetas, un jazmín, una corona de novia y una hortensia color lila. Recordó el patio de su infancia, la parra de uva chinche y el malvón colorado que la mamá cuidaba con tanto esmero.
Esa noche escribió más que otras: una secreta esperanza se agiganta sin razón; algo diferente me vuelve el ánimo más alegre, deseo abarcar todas las posibilidades de imaginar la cercanía de un momento poderoso; quiero hundirme en alguna forma letánica para horadar la oscuridad que quiera aparecer por momentos para opacar esta especie de conciencia jubilosa.
Varios días se detuvo ante la casa de frente marmolado; no vio ningún movimiento. Por alguna razón quería saber quién se había mudado allí.
Un día decidió ponerse a hablar con el viejito intentando averiguar algo y tuvo la respuesta que necesitaba. Se había mudado una muchacha huérfana que había heredado esa casa, una chica buena, de esas de provincia que son todo amabilidad y supo que trabajaba en una fábrica y que se levantaba temprano y volvía a la tardecita a esos de las tres, a la hora de la siesta.
Desde entonces Miguel escribe todo lo que necesita escribir; lo hace de noche, cuando ya ha concluido la jornada de trabajo y ha cenado, solo, en la habitación alquilada que servía de testigo de su escritura, ésa que nunca había mostrado a nadie, todavía. Escribo sobre el rocío y la humedad, escribo sobre la desmemoria, sobre el tiempo, sobre la espera, antes que se derramen las palabras; ahora quiero sentir una caricia, leve, algo así como un susurro, un pequeño forcejeo de una historia que no llega; quiero sentir los avances y retrocesos en un lento dejarme llevar; quiero hundirme en esos brazos que no conozco, me hamaco sostenido por ilusiones, escribo, con eso me conformo.
Mientras Miguel escribe los ojos se le van poniendo acuosos y entonces piensa en el agua podrida, negra y olorosa que tendrá que barrer al día siguiente y no le importa demasiado porque ahora siente otro perfume, la fragancia del jazmín de aquel patio de macetas y sonríe, nada más para asirse a cada pensamiento, a cada imagen que vaya surgiendo poco a poco para seguir escribiendo, para seguir viviendo, atado a una ínfima esperanza, siempre en silencio, barriendo el cordón de los sueños, con su uniforme limpio, cepillo en mano y una sonrisa, a las tres de la tarde.